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nes que lejos de potenciar el desarrollo y la mejora, apuntalan
miradas conservadoras.
Sumado a esto, lo segundo que se debe considerar
es la Agenda 2030, en particular su ODS 4, como una suer-
te de rezo laico que nos invita y manda a reinventar desde
base de la inclusión, la equidad, la calidad oportunidades de
aprendizaje a lo largo de la vida y en clave de universalización
de la educación. Consideremos que, al no distinguir niveles
educativos en su redacción, la universidad también debe ser
interpelada desde estas lógicas de ampliación de derechos y
de mayores responsabilidades.
En tercer lugar, la experiencia del COVID-19 nos lle-
va a tomar a la universidad como comunidad, a recuperar el
aspecto gregario de nuestras relaciones, y el hecho de que
nuestros sistemas educativos y nuestras instituciones fueron
pensadas para una sociedad que ya no existe. La sociedad
actual –fragmentada, diversa y excluyente– requiere, para
que seamos efectivamente inclusivos y realmente equitativos,
que podamos garantizar a los desposeídos de nuestras socie-
dades la educación de mayor calidad posible, considerando
no solo el acceso, sino también todo el proceso hasta la gra-
duación.
La educación para lo “normal”, para una “generali-
dad”, no tiene la capacidad de atender a las particularidades
de modo inclusivo y equitativo. Por ello, los sistemas e insti-
tuciones terminan muchas veces, hasta inconscientemente,
ejerciendo discriminaciones y consolidando dentro de ellas
inequidades sociales.
Nuestra región, América Latina y el Caribe, es la más
inequitativa del planeta, por lo que nos corresponde asumir
estos retos como propios, trayendo el futuro al presente e ini-
ciando la reconstrucción de nuestras realidades.
En cuarto término, hay que decir que el denso clima de
ideas que vive la humanidad, manejado por algoritmos que
segregan y dividen, ejerce una severa advertencia y provoca
que las instituciones, en general, y las universidades, en parti-
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